Una creencia es la convicción con la que yo me creo una cosa y que siempre la damos por cierta.

Ante una conducta inadecuada de un adolescente, es habitual pensar que, si soy buen padre, he de conseguir corregir esa conducta. Y es habitual que los padres se responsabilicen de corregir dicha conducta, ya que piensan que su valía se medirá por el resultado que obtengan con sus hijos. Si se considera que la conducta de los hijos es adecuada, seremos unos buenos padres y, si no es adecuada, los padres tendemos a cuestionarnos qué es lo que hemos hecho incorrectamente en la educación de nuestros hijos. Una vez cuestionados, los padres pueden empezar a culparse por no haber hecho las cosas mejor y entonces es cuando se intenta controlar la conducta del adolescente, lo que empieza a generar enfrentamientos y frustraciones. Es como, si al querer apagar un fuego, le echamos leña, conseguiremos el efecto contrario y lo estaremos avivando.

Todo ha empezado con una creencia inicial de los padres: “Soy buen padre, si la conducta de mi hijo es la que yo deseo”. Si no se cumple esa creencia, es cuando nos frustramos, ya que teníamos unas expectativas de cómo sería la relación con nuestros hijos y, posiblemente, habíamos pensado que sería una relación idílica y que no se parecería a la relación que habíamos tenido con nuestros padres. Si al final, difiere de lo que nos habíamos imaginado, nos provocará malestar.

La mayoría de las veces no sirve intentar que desaparezcan los comportamientos enmascaradores o defensivos de nuestros hijos mediante argumentos racionales lógicos y directos, ya que percibimos las conductas como consecuencia de nuestras creencias. La mayoría de las veces estas creencias provocan sufrimiento y, si las cambiamos, éste sufrimiento desaparecerá. Algunos ejemplos de creencias que tienen los padres pueden ser: “Seré buen padre, si mi hijo hace las cosas bien”, “Tengo que educarlo para que haga las cosas que espero de él” y estas creencias harán que tenga que ejercer el control, ya que si no se comporta como yo espero me decepcionaré.

Hay veces que intentamos razonar con los adolescentes y no nos escuchan o simplemente están molestos. Posiblemente, el adolescente tenga la amígdala disparada y la única forma de poder conectar con la parte del cerebro, que es el ventromedial, es a través de imágenes, metáforas y de una forma inconsciente para que se realicen los cambios. Por el contrario, lo que hacemos es realizar explicaciones racionales que van a la parte del cerebro llamada dorsolateral y esta parte no conecta con la amígdala. Es como aquel cuento sobre un hombre que regresa a su casa y ha perdido las llaves, y empieza a buscarlas bajo una farola en la calle; se le acerca un policía y le ayuda a buscarlas; como no las encuentran, el policía le pregunta: “¿Está seguro de haberlas perdido aquí?”. Y el hombre responde: “¡No!”. Entonces el policía le dice: “¿Y por qué busca las llaves aquí, debajo de la farola?”. Y el hombre le responde: “¡Es que aquí hay más luz y dónde las perdí está oscuro!”.

Pensamos que decidimos a nivel racional, pero no es así. Antes de ser conscientes, el cerebro ha hecho una valoración a un nivel inconsciente y es esta valoración la que determinará lo que se va a decidir y la opción elegida. Lo mismo que nuestro cuerpo no se puede separar de nuestra sombra, tampoco podemos separar lo cognitivo de lo emocional. Científicamente está demostrado que primero sentimos y después actuamos. Si escuchamos una música que quizás la oímos la primera vez que nuestra pareja nos dio nuestro primer beso o que estábamos viviendo algún momento especial con alguna persona y volvemos a escuchar esa canción, automáticamente recuperaremos el sentimiento y toda la información de aquel momento y, aunque a nivel racional no queramos hacerlo, no lo podremos controlar.

No podemos controlar que nuestra amígdala (lóbulo temporal) salte cuando perciba una situación como dolorosa o peligrosa. Esto nos pasa a los adultos incluso en situaciones que no son peligrosas. Por ejemplo, mi amígdala salta cuando realizo una llamada a Movistar y me empiezan a poner el contestador automático y me puedo pasar diez minutos hablando con una máquina antes de conseguir que me pasen a una voz humana. Cada vez que llamo, si le doy rienda suelta a mi amígdala, se pondrá a cien. Lo que puedo hacer es buscar mecanismos para que la amígdala no salte al primer momento. Así, he buscado mi forma particular para ello, y es realizar las llamadas cuando me voy desplazando con el manos libres del coche. Lo que he hecho es generar nuevas conexiones que puedan frenar la explosión y ésta ha quedado eliminada.

Decimos mentiras por la amígdala. Quizás hemos aprendido que, dicha mentira, alguna vez nos ha salvado de un apuro. Cuando le pedimos a un adolescente: “Dime la verdad, sobre todo dime la verdad, es igual lo que hayas hecho… pero no me engañes…”. En ese momento, el adolescente puede sentirse atacado, por lo que la amígdala se defenderá. Hay veces que los padres saben que sus hijos les están mintiendo y que, aunque los “matasen”, sostendrían esa mentira. En ese caso, la amígdala se siente atacada y no van a bajar del burro. Es como si tuviéramos un pajar lleno de gasolina y prendiéramos una cerilla al lado. ¿Qué pasaría? Pues que explotaría. La amígdala explota y salen todo tipo de conductas. Si racionalizamos, siempre saldrá alguna justificación. Si a un adolescente le preguntas ¿por qué ha pegado a su hermano?, puede justificarlo con que le ha insultado, aunque realmente no sea la razón. El insulto puede ser el detonante, pero allí ya había pajar para encender.

Si tenemos el termostato en esta habitación, en invierno esperamos que capte el frío y encienda la calefacción y en verano que capte el calor y encienda el aire acondicionado. Imaginaos que no funcionara bien y en verano encendiera la calefacción, es como si captara peligro cuando no existe. Si en la habitación apareciera un ratoncito, mi amígdala se dispararía aunque ese ratoncito fuera totalmente inofensivo. Mi respuesta sería como si hubiera visto un león y parecería incongruente y exagerada. El grado de sensibilidad es un factor que se hereda y tiene una predisposición a estar graduado muy alto o bajo, es el que nos indicará el grado en el que nos sentimos heridos.

Por ejemplo, cuando el niño es un bebé y lo dejas solito en la cuna, sabe que está acompañado. Sería diferente si el mismo hecho el niño lo viviera como abandonado. En la amígdala se graba cómo lo vivimos y no lo que está pasando. En el segundo caso el niño podría crecer con una creencia de que siempre lo abandonaban.

Hubo un adolescente que vino a consulta y tenían una pelea grande con sus padres porque no se quería sacar el carnet de conducir y vivían en una urbanización alejada del pueblo. Ponía excusas de que no lo necesitaba porque los padres le bajaban y subían o siempre localizaba un amigo para que le subiera a casa. En su caso, había sido muy mal estudiante y tenía una creencia oculta en el inconsciente, que le recordaba la escuela y su fracaso en los estudios, así que lo que hacía su amígdala era protegerle, para evitar un nuevo fracaso. Aunque parece absurdo, nuestro inconsciente y nuestras creencias funcionan de esta manera.

A veces los padres se enfrentan a una conducta defensiva, teniendo una creencia de que si dicen mensajes tipo: ¿Tú crees que eso es normal?, ¿En qué estabas pensando cuando lo has hecho?, ¿Cómo has podido decir esto?, ¿Por qué lo has hecho?, ¿Qué es lo que te ha hecho que mintieras?, etc., los padres tienen una creencia de que su hijo cambiará. Pero estos mensajes lo que suelen hacer es conectar con la creencia de identidad negativa del adolescente y alimentan la CONVICCIÓN y la creencia de que es malo, inferior o tonto.

No cabe duda que, si hay muchas actitudes negativas y defensivas, la autoestima es baja, aunque pueda parecer todo lo contrario. Es erróneo pensar que ese adolescente tiene una autoestima muy alta. Nos enfadamos con ellos como si esas conductas fueran voluntarias y las pudieran controlar. Y, como no lo consiguen con argumentos racionales, aparecerá la culpa y las conductas de defensa.

Si conseguimos recuperar las creencias de identidad positivas, aumentarán la seguridad y la tranquilidad, y las conductas de defensa desaparecerán. Se trata de ver que el adolescente utiliza una ARMADURA como un disfraz, y que es fácil que se la pueda sacar como una MÁSCARA. Es importante que los padres lo vean así, ya que eso ayudará a que los adolescentes también lo puedan ver de esta manera.

Algunas cosas que nos pueden ayudar con los adolescentes:

  • Tener una actitud de ENTENDER y NO JUZGAR.
  • Es importante ¿LO QUÉ DICES?, ¿CÓMO LO DICES? y LA CONDUCTA que tenemos ante ello y que nos fijemos en el lenguaje no verbal.
  • Tiempo de calidad con ellos, a veces 10 minutos al día son suficientes. No es importante la cantidad, sino la calidad.
  • Ayudarle a que asuma sus responsabilidades y las consecuencias de su conducta le ayudará a crecer y a madurar. La experiencia de tomar decisiones ayuda a generar “soy capaz” y a tener vivencias satisfactorias.
  • No enfrentarse a las conductas defensivas, ya que sino las estaríamos reforzando.
  • Propiciar vivencias de éxito.
  • Permitirle que tome sus propias decisiones y que asuma sus consecuencias, eso configura su identidad personal y va madurando la zona de cerebro, el ventromedial.
  • Generar experiencias satisfactorias que alimentan las creencias de que es capaz, aunque la decisión que haya tomado no sea la más acertada.
  • Demostrarles que se les quiere.

Se trata de ayudarles a hacer conexiones neuronales nuevas. Si por un camino en la montaña dejan de pasar los coches y la gente caminando ¿qué pasara?, pues que al final crecerán las hierbas y, al cabo de un tiempo, ya no sabremos ni dónde estaba el camino. En cambio, si en un lugar donde no hay camino, se empieza a caminar, poco a poco se irá construyendo un camino y, si van pasando motos y luego coches, al final el camino será muy ancho. Lo mismo sucede con los adolescentes, debemos ayudarles a encontrar nuevos caminos para sus creencias.

Fdo: Mercedes Ullod - Psicòloga Integral